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El rey mago que no llegó: Una leyenda oriental cuenta
que los Reyes Magos no fueron tres, sino cuatro; y a los nombres de
Melchor, Gaspar y Baltazar habría que sumar el de Artabán.
¿Y por qué casi nadie ha oído hablar de él? Pues porque nunca llegó al
Portal de Belén. Era tan torpe que, por el camino, dejó que lo
embaucaran para solucionar diversos pleitos. Los otros tres soberanos se
cansaron de esperarlo en el punto que habían acordado para reunirse, y
decidieron continuar el camino sin él, siguiendo el rastro de la Estrella de Belén. El pobre Artabán perdió así su oportunidad de tomar “el tren” que lo habría hecho entrar en la historia... o en la leyenda.
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¿Insensible o distraído? Tal es el caso de George
Atwood, un matemaÌtico que no soÌlo pasoÌ a la historia por sus
investigaciones, sino por un desafortunado desatino. Se cuenta que
estaba tan absorto en un trabajo que, cuando vinieron a comunicarle que
su esposa había fallecido en un accidente respondió: “Está bien pero que
espere a que termine con esto”.
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Un inglés alabando a Hitler: Los políticos son los
que más caen en estas vergüenzas, como el primer ministro británico,
Neville Chamberlain, quien dijo en 1938, tras regresar de su viaje a
Berlín para firmar el llamado Pacto de Munich: “Si hubiera más hombres
como Hitler, la paz estaría garantizada en Europa”. Y un año después,
los nazis invadieron Polonia.
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¿Defensores o terroristas? Parecida sensación de
ridículo debió sentir años después Sylvester Stallone –y quizá el
gobierno de Estados Unidos que apoyó la rebelión en la vida real- tras
los atentados del 9/11 en
Nueva York. En 1988, el actor había rodado Rambo III, sobre las
aventuras del musculoso héroe luchando contra los soviéticos en
Afganistán. Y, hoy en día, nadie se acordaría de aquella mala película
si no fuera porque Stallone tuvo la desafortunada ocurrencia de acabarla
con una dedicatoria, una voz en off que decía: “A los talibanes,
heroicos luchadores por la libertad de su pueblo”.
- Espía timado: No hay nada como creerse muy listo para que las meteduras de pata resulten aún más clamorosas. Un ejemplo es la llamada Operación Cicerón, considerada uno de los episodios más ridículos de la historia del espionaje mundial, y en el que todos los personajes involucrados parecieron esforzarse por demostrar que eran más inútiles que el resto. El protagonista de este vodevil de intriga fue Elyeza Bazna, un albanés que trabajaba como ayudante de cámara de sir Hugh Knatchbull, embajador británico en Ankara, Turquía, durante la Segunda Guerra Mundial. Ambicioso y con pocos escrúpulos, trabajó como espía para la embajada alemana.
Usando el apodo de Cicerón, Bazna les vendía planos de ingenios
electrónicos que su jefe guardaba en su caja fuerte. Los alemanes le
pagaron muy bien por aquellos planos, pero su contenido les
desconcertaba. Lógico. El embajador británico era una especie de
inventor chiflado que en su tiempo libre diseñaba circuitos y
disparatados modelos de electrodomésticos que nunca funcionaban. Y lo
que Bazna les estaba vendiendo a los nazis (sin saberlo) eran justo
aquellos planos (años después, Graham Greene se inspiró en este
personaje para escribir su novela Nuestro hombre en La Habana).
Como era de esperar, los nazis empezaron a desconfiar del albanés. Y la
consecuencia fue que, cuando el traidor les facilitó otros documentos
auténticos y muy valiosos –entre ellos, los informes sobre las cumbres
de los líderes aliados en Casablanca y Teherán–, los alemanes dudaron de
su autenticidad.
Finalmente, los británicos acabaron descubriendo los manejos de Bazna y
montaron un operativo para atraparlo. Pero la suerte sonrió una vez más
al espía, quien escapó a Brasil llevándose el dinero que le habían
pagado previamente los nazis.
En el país sudamericano, el albanés se dedicó a vivir como un rey, pero
la historia tampoco tuvo final feliz para él. Al cabo de un mes, la
policía se presentó en su domicilio con una orden de arresto por fraude.
Y es que, haciendo bueno el célebre dicho “Roma no paga traidores”, los
alemanes habían remunerado los servicios del espía con dinero falso.
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Justicia poética: Otro personaje que también se
creía muy listo pero que, como Bazna, acabó siendo víctima, fue John
Coffee, un constructor irlandes al que, en 1873, las autoridades
contrataron para edificar una prisión en Dundalk. Coffee finalizó las
obras en el plazo acordado, pero al revisar las cuentas, los
funcionarios gubernamentales descubrieron que el empresario había
falsificado todas las partidas para cobrarles mucho más dinero. El
truhán fue condenado por estafa y, cosas de la vida, cumplió su condena
en el mismo penal que él había construido.
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El café te mata: Ni siquiera algunos reyes,
portadores de la dignidad más majestuosa, se libran de inscribir su
nombre en los anales de la historia de la estupidez humana. Es el caso
de Gustavo III de Suecia, un monarca que detestaba el café hasta el
punto de creer que se trataba de una bebida letal y que su consumo
prolongado podía causar la muerte.
Para demostrarlo, se le ocurrió una idea absurda. Condenó a un reo de
asesinato a ser ejecutado lentamente, bebiendo 12 tazas de café diarias,
mientras un grupo de médicos iba comprobando su progresivo deterioro
físico. Pero el soberano nunca vio el desenlace del experimento, ya que
murió casi 10 años después, en 1792, asesinado por un disidente que se
llamaba AnckarstroÌm. Y en los años sucesivos fueron muriendo uno a uno
los médicos que el rey había designado. De hecho, al final el único
que quedó vivo fue el reo, quien acabó siendo indultado y murió mucho
tiempo después, por causas perfectamente naturales. Aunque eso sí, nunca
dejó de tomarse sus tacitas diarias de café.
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Rey sin trono: Tampoco tiene desperdicio el caso de
Menelik II, emperador de Abisinia. En 1887, un empleado de Thomas Alva
Edison llamado Harold P. Brown inventó la silla electrica, y en 1890 se
ejecutó con ella al primer reo: William Kleiner. La noticia dio la
vuelta al mundo, y al enterarse, el emperador abisinio hizo las
gestiones para comprar una de esas sillas que, creía, sería un símbolo
de su gran poder. Pero Menelik no tuvo en cuenta un detalle esencial. La
silla letal sólo funcionaba con electricidad, un adelanto que por aquel
entonces todavía no había llegado al país africano. Evidentemente, el
rey no pudo achicharrar a ningún reo con aquella silla, pero, tratando
de buscarle alguna utilidad, no se le ocurrió mejor idea que utilizarla
como trono durante algú tiempo.
- Cortos de vista: La historia está repleta de habladores y profetas de pacotilla que, por su ceguera, rechazaron adelantos e inventos que estaban llamados a cambiar el mundo. Es el caso de Rutherford Richard Hayes, uno de los directivos de la compañía de telégrafos Western Union, que en 1876, cuando Alexander Graham Bell quiso venderle la patente de su nuevo invento, el teléfono, le respondioÌ con una carta que decía: “Su invento parece interesante, señor Bell, pero sinceramente no acabo de verle su posible utilidad práctica”. Y los ejemplos de visionarios similares abundan en todos los campos. El físico estadounidense Lee DeForest sentenció en 1957: “El hombre nunca pisará la Luna, al margen de los posibles adelantos cientiÌficos”. Solamente 12 años después, Neil Armstrong se paseaba en el satélite. Igualmente, el padre del cine, Louis LumieÌre, sentenció que su gran invento no pasaba de ser una curiosidad cientiÌfica y que no le veiÌa “ninguna posibilidad de ser explotado comercialmente”.
- Científico prejuicioso: Peor fue lo de Theodor von Bischoff, un fisiólogo alemán y experto en anatomía de la Universidad de Heidelberg que, a finales del siglo XIX, estudió la diferencia entre los cerebros del hombre y de la mujer. Terminadas sus investigaciones, llegó a la conclusión de que el cerebro masculino pesaba una media de 1,350 g, mientras que el femenino sólo llegaba a los 1,250 g. El investigador se basó en esa diferencia de peso para afirmar la superioridad intelectual del varón sobre la mujer. Conviene señalar que es cierto que los cerebros masculinos suelen pesar más que los femeninos, aunque ese hecho no tiene ninguna relación con la capacidad intelectual de las personas. Pero Von Bischoff no lo creía así, y defendió su tesis machista hasta el final de su vida. La laÌstima es que, tras su muerte, uno de sus discípulos pesó el cerebro del científico. ¿Y adivinas cuál fue el resultado? 1,245 g. Menos mal que el pobre Von Bischoff ya no estaba vivo para afrontar semejante ridículo.